El 4 de febrero de 2006 falleció la escritora y activista judía Betty Friedan. El día después de su muerte, su rostro de abuela afable ocupaba la primera página de muchos periódicos en Estados Unidos. Fue el tributo póstumo de un país que le reconoció una vida dedicada al trabajo en defensa de los derechos de la mujer. Una década después, NMI retoma su historia de vida a través del completo homenaje que le hiciera el columnista español Fuster García
B etty Naomi Goldstein, más conocida como Betty Friedan, nació en Illinois (Estados Unidos) el 4 de febrero de 1921 y falleció el mismo día de 2006 a la edad de 85 años. Se graduó summa cum laude en el Smith College, y realizó su trabajo de posgrado en Sicología en la Universidad de California, Berkeley. Rechazó una beca de doctorado en esa misma universidad y pasó a trabajar como redactora, escribiendo primero para la agencia Federated Press y más tarde para UE News, publicación oficial de United Electrical, Radio and Machine Workers of America, sindicato radical en la lucha por la justicia social para los afroamericanos y las mujeres trabajadoras.
Contribuyó a crear la primera Organización Nacional de Mujeres en Estados Unidos (NOW), que presidió hasta 1970. Reivindicó posiciones que para esa época parecían extremas sobre temas como el aborto, ofertas de trabajo que no discriminaran por sexo, remuneración equitativa, oportunidades de ascenso y licencia por maternidad. También contribuyó a fundar NARAL, en un principio conocida como la Asociación Nacional para la Revocación de las Leyes contra el Aborto. En 1971 contribuyó al lanzamiento del National Women’s Political Caucus (Comité Político de Mujeres).
Pero sin duda, el nombre de Betty Friedan va ligado a una obra única que la lanzó a la fama y que ha quedado como un hito en la historia del feminismo. Este libro, que convirtió a Friedan en un icono en la historia de la mujer, fue La mística de la feminidad (The Feminine Mystique), manifiesto visionario publicado en 1963 que hizo temblar los cimientos de una sociedad estadounidense que se enfrentaba por aquel entonces al baby boom (explosión de nacimientos) posbélico y a intensos conflictos raciales y sociales por la consecución de los derechos civiles. más de dos millones. El libro se encontraba en 1999 en el puesto 37 de la lista de la Universidad de Nueva York como uno de los mejores trabajos periodísticos del siglo XX. La carga teórica de la obra se mezclaba con un estilo literario impecable y una fuerza expresiva conmovedora. Todo esto hizo que en 1964 Betty Friedan recibiera el premio Pulitzer por La mística de la feminidad.
El feminismo norteamericano se hallaba por entonces inactivo, y después de la Segunda Guerra Mundial se había producido un retorno de la mujer al hogar, a su situación tradicional de ama de casa
Para las mujeres nacidas después de 1920, el feminismo era agua pasada. Finalizó como movimiento vital en Estados Unidos al alcanzar el derecho al voto.
Ya nadie se preocupaba por los derechos femeninos: todos se habían conseguido. En este contexto, fueron la obra de Friedan y la de la pensadora existencialista francesa Simone de Beauvoir, El segundo sexo, las que abrieron un nuevo camino sentando las bases del feminismo moderno y dando lugar a lo que se ha llamado la “segunda ola del feminismo”. Así pues, la importancia de la obra friedaniana es capital para entender la historia de la mujer occidental y el desarrollo del feminismo como teoría igualitaria.
Además de La mística de la feminidad, Friedan escribió otros seis libros, entre los que destacan La segunda fase (1981), La fuente de la edad (1993) y Mi vida hasta ahora (2000).
La mística de la feminidad parte de una idea clave, que sirve a Friedan como punto de partida para un análisis exhaustivo de las mujeres de la clase media norteamericana en la sociedad posbélica de los años 1960. Esta idea es en realidad una entelequia, un conjunto de nociones vagas y diversas que crean una imagen de la mujer prototípica, una mujer que se ajusta a un modelo preestablecido, que sigue un dictado que viene de fuera y que la hace vivir de acuerdo con lo que Friedan llama la mística de la feminidad: “De acuerdo con la mística de la feminidad, la mujer no tiene otra forma de crear y de soñar en el futuro. No puede considerarse a sí misma bajo ningún otro aspecto que no sea el de madre de sus hijos o esposa de su marido. Y los artículos documentales presentan reiterativamente a las amas de casa de la nueva generación que ha crecido bajo esta mística, a las que ni siquiera se les plantea ese problema en su interior”.
Sobre esta idea se construye el discurso friedaniano de crítica a un modelo artificial e impuesto que se adueñó de la sociedad estadounidense, cambiando las tendencias de un siglo sin causa alguna.
Como dijo Lilí Álvarez en el prólogo a la edición española de la obra, la mística es una “bonita mentira” que pretende “recluir a la mujer dentro del círculo hogareño, reducida así a la rutina de sus faenas invariables y a participar en el avance del mundo, no por sí misma, sino tan solo a través del marido y de los hijos”. Esta imagen ideal se fue forjando durante mucho tiempo, pero se consolidó después de la guerra: “Los años de soledad, en que los maridos y los prometidos estaban lejos luchando o podían ser muertos por una bomba, hicieron a las mujeres especialmente vulnerables a la mística de la feminidad. Les hicieron creer que la tristeza de la soledad que la guerra había añadido a sus vidas era el precio inevitable que tendrían que pagar por una carrera, por cualquier actividad que las obligase a salir del hogar. La mística les planteaba claramente un dilema: amor, hogar, hijos, o bien cualquier otro objetivo o actividad. Ante este dilema, ¿es de extrañar que tantas mujeres norteamericanas escogieran el amor como único objetivo de sus vidas?”.
Fue entonces cuando Friedan se dio cuenta de esta mentira que se había perpetuado, de este modelo que a fuerza de repetirse había sido interiorizado, asumido por la mujer estadounidense como su única salida. Así lo expresa: “A la mujer se le enseñó a compadecer a aquellas mujeres neuróticas, desgraciadas y carentes de feminidad que pretendían ser poetas, médicos o políticos. Aprendió que las mujeres verdaderamente femeninas no aspiran a seguir una carrera, recibir una educación superior, obtener los derechos políticos, la independencia y las oportunidades por las que habían luchado las antiguas sufragistas […] Miles de voces autorizadas aplaudían su feminidad, su compostura, su nueva madurez. Todo lo que tenían que hacer era dedicarse desde su más temprana edad a encontrar marido y a tener y criar hijos”.
Esta visión convenció a la mujer de que su destino era ese. Ser ama de casa en un barrio residencial —como lo era la propia Friedan— se convirtió en el sueño dorado de todas las jóvenes norteamericanas. Todo parecía tan natural que nadie se cuestionaba nada: “Habían encontrado la verdadera ocupación femenina. Como amas de casa y madres eran respetadas en la misma forma que lo eran los maridos en su mundo. Podían elegir libremente sus automóviles, sus trajes, sus aparatos electrodomésticos, sus supermercados; tenían todo lo que la mujer había soñado siempre”.
Pero la realidad era diferente, y bajo esta aparente felicidad idílica se escondía un problema. Esa fue la labor de Betty Friedan: descubrir el problema que estaba afectando a la mujer de la clase media norteamericana. Una mujer incompleta, feliz en su apariencia exterior pero terriblemente insegura en su fuero interno. Así nos describe la autora cómo fue su hallazgo: “Pero una mañana de abril de 1959 oí decir a una madre de cuatro hijos, cuando estaba tomando café en compañía de otras cuatro madres en un barrio residencial, en un tono de desesperación: ‘El problema’. Y las otras cuatro sabían que no estaban hablando de un problema relacionado con su marido, sus hijos o sus casas. Súbitamente se dieron cuenta de que todas tenían el mismo problema, el problema que no tenía nombre”.
Este problema que no tiene nombre es el gran hallazgo de Friedan, su descubrimiento realmente original. Como dice Lilí Álvarez, todo arranca de él. “Es el malestar desconocido, es la desesperación inexplicable —por innominada— que se apodera de tantas mujeres a pesar de ellas […] Son unas contentas descontentas que no se entienden a sí mismas”.
Esta era la realidad. Quince años después de la Segunda Guerra Mundial, esta mística de la perfección femenina se convirtió en el centro de la cultura contemporánea norteamericana. Detrás de esa imagen del ama de casa que vemos en las películas, llevando al colegio a sus hijos o limpiando su salón colonial, se escondía un sentimiento que nadie como Friedan supo captar. El sentimiento de una mujer a la que de repente la avasalla el vacío, percibe con la conciencia atormentada la insuficiencia de su vida, la nula motivación de su razón de ser.
Sin embargo, y pese a lo indiscutible de la situación, no fue fácil de reconocer al principio, y la sociedad patriarcal y conservadora no lo aceptó, no quiso ver un problema donde evidentemente sí lo había.
Una vez detectado hacía falta encontrar su origen, su base teórica, su causa primera. Varios capítulos de su obra los dedica la autora a hacer un análisis completo del ama de casa norteamericana, víctima de esta mística femenina y del problema que no tiene nombre. Friedan describió a esta ama de casa —a la que calificó de heroína— como una mujer aparentemente feliz que cumple religiosamente con su misión, aquella para la cual ha nacido. Es una imagen conocida de todos, la de una mujer que, por tradición y desde la infancia, fue criada, educada y preparada para casarse, tener hijos, cuidarlos y mantener la estabilidad emocional en el hogar. De niña creció sabiendo lo que se esperaba de ella; y en ese sentido debía ser prudente, sensata, dócil, afectuosa, trabajadora, sacrificada y limpia, es decir, una verdadera “mujer de su casa”.
Esta imagen del ama de casa era construida básicamente por la publicidad, por los medios de comunicación, por unas técnicas de venta basadas en la sexualidad femenina. Se trataba de toda una campaña sicológica, una acción en común orquestada para alcanzar el fin propuesto: dar prestigio a las mujeres como amas de casa.
La tecnificación del hogar por medio de los electrodomésticos y los nuevos productos hizo de la mujer una experta. El objetivo era darle a la mujer satisfacción para su ego, la sensación de estar realizando algo vital para mantener el bienestar en el hogar y la felicidad familiar. Todo esto se lograba así, dando prestigio a la profesión de ama de casa, como describe Friedan: “Una de las formas por las que el ama de casa realza su prestigio de limpiadora del hogar es por medio del uso de productos especializados para realizar trabajos especializados… Cuando usa un producto para lavar, uno distinto para fregar, un tercero para limpiar las paredes, un cuarto para los suelos, un quinto para las persianas, etc., en vez de usar el mismo producto para todos estos menesteres, tiene menos la sensación de ser una trabajadora no especializada y se siente más como un experto, casi como un ingeniero. Una segunda forma de realzar su papel de ama de casa es inducirle a que haga las ‘cosas a su manera’, a que se convierta en una experta, inventando ella misma sus propios ‘trucos especiales’”.
Entonces las mujeres vieron limitado su ámbito a los muros del hogar, a un espacio vital finito. Para evitar el hastío, repetían compulsivamente las mismas faenas, perfeccionándolas inútilmente y casi hasta el infinito: cambiaban los muebles con frecuencia, planeaban pequeñas reformas en la casa, cuidaban las plantas, etc. Es, sin duda, una conducta contrafóbica que encubre, a través de un mecanismo de desplazamiento, su angustia por el progresivo vaciamiento de su vida. Algo similar a lo que Robert Seidenberg denominara el trauma de la falta de acontecimientos: “Tienen miedo a la vida y, al percatarse de que ya casi no las necesita nadie, llenan su tiempo con una actividad sin fin”.
Se trata de un círculo vicioso en el que la mujer lucha por encontrarse a sí misma, pero a la vez persigue un ideal de feminidad que la perjudica. Se encierra en su mundo doméstico, donde cree encontrar felicidad, pero lo único que encuentra es insatisfacción, impotencia. En esta situación, sin acceso a la esfera de lo público y sin vida privada al mismo tiempo, queda limitada a su función reproductora y maternal. Como dice Pierre Bourdieu, “al quedar excluidas del universo de las cosas serias, de los asuntos políticos, y sobre todo económicos, las mujeres han permanecido durante mucho tiempo encerradas en el universo doméstico y en las actividades asociadas a la reproducción biológica y social del linaje; actividades (maternales ante todo) que, aunque sean aparentemente reconocidas y a veces ritualmente celebradas, solo lo son en la medida en que permanecen subordinadas a las actividades de producción, las únicas en recibir una auténtica sanción económica y social, y ordenadas de acuerdo con los intereses maternales y simbólicos del linaje, es decir, de los hombres”.
Este es el mensaje final de Betty Friedan en su obra. Un mensaje que le trasmitía la sociedad norteamericana a las mujeres, una mística de la feminidad, según la cual la mujer solo tenía personalidad como esposa y madre. Esta mística apeló a los instintos más primitivos del ser humano, en este caso de la mujer, al sentimiento según el cual es el sexo débil, requerida de una constante protección por parte del marido y necesitada de volcar su instinto maternal en sus hijos. Es, como dice Friedan, la imagen de la mujer que espera todo el día a que el marido regrese a casa para que, por la noche, la haga sentirse “viva”. La imagen de una mujer sin autonomía, de una mujer que, como en los cuentos de hadas, espera a ser “salvada” por un “príncipe azul” que vendrá a hacerla feliz y libre. Una mujer que siempre necesita apoyarse en un hombre que la comprenda y la proteja.
El notable éxito que obtuvieron La mística de la feminidad y Betty Friedan en su momento no estuvo exento, sin embargo, de críticas por parte de determinados sectores del propio feminismo norteamericano.
Las nuevas generaciones de ese movimiento de los años 60 reprocharon a Friedan, al considerar que solo le interesaban las preocupaciones de mujeres blancas de clase media, dejando de lado los deseos de las hoy llamadas “sexodiversas” y las minorías raciales. En este sentido, hay que decir que no fue nunca su intención sentar un dogma universal, una verdad eterna sobre la mujer en general, y así lo reconoció la propia Friedan cuando expresó que se había centrado intencionalmente en investigar un fenómeno de la clase media y que trataba con mujeres de barrios residenciales que tenían estudios.
Pero al margen de estas críticas, nadie puede negar que Betty Friedan pasó a la historia como una gran mujer, y así se la recuerda hoy. Si hacemos caso al socialista utópico Charles Fourier, el grado de civilización de una sociedad se mide por el grado de libertad de la mujer. Y esto fue lo que ella intentó con mayor o menor fortuna: dar mayor libertad a la mujer estudiando sus problemas, analizando su función social. “La búsqueda de su propia personalidad hecha por las mujeres ha empezado apenas. Pero está cercano el momento en que las voces de la mística de la feminidad ya no podrán ahogar la voz interior que impulsa a la mujer a individualizarse, a convertirse en un ser humano completo”, concluyó Betty Friedan.