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Este artículo da inicio a una nueva serie, en la cual miembros de nuestra comunidad que han llegado a la edad de la sabiduría narran sus experiencias vitales
N ací en 1922 en Brest-Litovsk, que entonces quedaba en Polonia y hoy en Bielorrusia. Mi familia era religiosa y tradicionalista.
Fui a un colegio público, donde era común el antisemitismo; una vez hasta me peleé a golpes con un compañero por unos comentarios antijudíos. Muchos años después, lo reconocí en un viaje que hice a Rumania; me pesa que en ese momento no le dije nada. Durante mi adolescencia también pertenecí a un grupo sionista de izquierda llamado Beitar.
Mi papá, Bernardo Szotlender, no lograba hacer parnasá (ingresos suficientes para subsistir) con su negocio de pieles y, como muchos judíos polacos, decidió emigrar. Teníamos un tío en Venezuela, Samuel Kliger, así que este fue el destino escogido; mi papá se vino primero para establecerse y luego mandarnos los papeles, como se hacía en aquella época.
Mientras esperábamos, un diciembre caí enferma; estaba en cama y mi mamá me trajo un periódico para que leyera algo; allí vi la noticia de que había muerto el general Gómez, presidente de Venezuela, y hablaban sobre cómo había sido él. Yo le pregunté a mi mamá: “¿A ese país quieres que nos vayamos, donde un hombre puede tener tantas mujeres e hijos?”.
Recuerdo cuando salimos de Brest-Litovsk, y me da un escalofrío. Pasamos por el cercano pueblo de Vitelne, en un coche con caballos, y todas las casas judías tenían las ventanas oscuras porque días antes había habido un pogromo. Luego fuimos en tren hacia el puerto de Gdansk y partimos a Le Havre, en Francia, donde nos tuvimos que quedar unos días porque me entró algo en los ojos. Allí me encontré con una prima*. Ella me pidió que le escribiera todo sobre Venezuela, y así lo hice; me respondió esa carta, le volví a escribir, pero después no supe más de ella.
De los parientes que se quedaron en Polonia no sobrevivió nadie. Toda la familia desapareció: tíos, primos. Una tía que se llamaba Esther quería venirse también a Venezuela. Mi mamá fue donde la familia Sznajderman y les pidió ayuda para solicitar la visa; la conseguimos y se la enviamos a mi tía con un poco de dinero, pero entonces estalló la guerra y ya no pudo salir de Polonia.
Llegué a Venezuela en 1937, a los 15 años. Mi tío nos llevó a una pensión de una familia judía cerca de El Silencio; allí conocí a una muchacha de apellido Feldman, y nos hicimos amigas. Después nos mudamos a una casa cerca de la Plaza Miranda, en Capuchinos. Recuerdo que los muchachos hablaban con sus novias a través de las grandes ventanas enrejadas.
Lo que más me gustó del país fue que no había antisemitismo; a los inmigrantes de Europa nos decían cariñosamente “musiú”, y la gente era muy amable, siempre dispuesta a ayudar.
Mi papá vendía ropa con mi tío Samuel por la Plaza Miranda. Él era uno de los pocos que se acordaban de su familia en Europa antes de la guerra, y les mandaba dinero cuando podía. Después de separarse comercialmente de mi tío, papá estableció una mueblería y con eso mantuvo a la familia. Trabajó allí durante muchos años hasta que una noche, siendo ya mayor, al salir del negocio se perdió y no llegó a la casa; no sé si tenía alzheimer. Después de eso ya no trabajó más.
Mi mamá, Pesia, estaba muy feliz en Venezuela; colaboraba mucho con la Wizo, y siempre daba a los pobres aunque no le pidieran.
Estudié Bachillerato Comercial en la Academia Underwood. Recuerdo que mi papá me daba una locha para el autobús, pero yo me la guardaba para comprarme un dulcito; él nunca lo supo.
A los 17 años conocí a Leo Blum, y nos casamos en 1939. Recién casados vivíamos en una casita chiquita en El Conde; mi papá me mandó los muebles pero no cabían en la casa, así que tuvimos que distribuirlos en varios cuartos… Al principio hasta me enviaban la comida desde una pensión, porque yo no sabía cocinar; poco a poco aprendí.
La vida era muy sencilla. Creo que yo fui una de las primeras mujeres de Caracas que aprendió a manejar. Eso fue porque mi esposo, que era relojero, tuvo que viajar a Nueva York porque lo mandaron a un curso. Ya vivíamos en La Florida, mi hija Dorita era pequeña y yo quería llevarla a la casa de mi mamá, pero no tenía cómo. Cuando mi esposo regresó le dije: “Me tienes que enseñar a manejar, yo no voy a estar encerrada en la casa”.
Mucho después, cuando mis hijos ya habían crecido, comencé a estudiar Sociología en la UCV; llegué hasta tercer año, pero mi familia no me apoyó con eso y lo dejé.
Fui fundadora de Damas de Hatikva. “Pateábamos” toda la ciudad recaudando fondos para hospitales públicos de Caracas y el Maguén David Adom (Estrella de David Roja) de Israel. Hacíamos un té anual al que asistían las primeras damas de la República como Alicia de Caldera, Blanca de Pérez, Betty de Herrera. Fueron buenos tiempos.
Hablo cinco idiomas: polaco, idish, inglés, alemán y español, y también entiendo un poco de francés. Leo mucho, todo el día estoy leyendo. También juego bridge, incluso por internet. No me puedo quedar quieta en la casa, así que me levanto, camino con mi carrito-andadera, paso por la cocina, me siento, leo otro poco, me vuelvo a levantar, camino, veo televisión, leo las noticias en la computadora, y así estoy todo el día. Tengo tres hijos, ocho nietos, 22 bisnietos y cuatro tataranietos hasta ahora. Hace poco cumplí 95 años y me hicieron una reunión familiar muy bonita.
Muchas veces, cuando me acuesto, pienso en mi mamá y mi papá, y lloro. Soy muy sentimental. Pero no se lo digo a nadie.
Uno también vive de recuerdos. Pero cuando uno tiene buenos recuerdos es feliz.
S.R.