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Atanasio Alegre
E s posible que una de las ventajas de escribir en un país donde se lee poco sea encontrar lectores que, cuando les gusta algo, traten de estar más cerca del autor, en el sentido de saber qué le movió a escribir algo que les ha gustado. En cierto modo, esto es lo que me ocurrió hace algunos años con una de las columnas de los sábados de Alberto Krygier en El Nacional. Me sorprendió el tema, en primer lugar, al exponer con la precisión con que lo hizo la teoría de Popper sobre la falsación aplicada a la situación venezolana. Cuando pregunté a un colega si sabía quién era Krygier, me habló de la empresa Krygier y Asociados, y como resumen afirmó que Alberto Krygier, su presidente y fundador, se había convertido en un empresario de empresarios.
Pudo suceder que en alguna de mis conferencias en la Unión Israelita de Caracas, o durante el primer Congreso de Cultura Judía Latinoamericana que coordiné, nos estrecháramos la mano, pero hasta ahí. De modo que hasta 2003 no vine a entrar en contacto con Alberto Krygier, y lo que ha sido para mí mucho más confortante, haber gozado de su amistad. Contaré cómo sucedió.
Fue en ese año 2003, vencidas las vacaciones escolares, cuando el rabino Pynchas Brener decidió poner en marcha la Fundación Conciencia Activa, creando con el mismo nombre la revista que vendría a ser la expresión de los propósitos de la Fundación: Conciencia Activa 21. El epígrafe de la misma rezaba: “Ética y valores en un mundo globalizado”. Dos contrafuertes de apoyo para la cultura venezolana que, en vista de lo que comenzaba a suceder, iban a ser derruidos a la larga, como así ha sido. Pues bien, entre los miembros de la Junta Directiva de la Fundación, y en consecuencia con un ojo abierto sobre la trayectoria de la revista, figuró hasta la extinción de ambas, de la Fundación y de la revista, Alberto Krygier once años después. Haber dirigido Conciencia Activa 21 durante todo el tiempo de su existencia fue, personalmente, un gran honor. Sobre la marcha de la revista, y dado mi aprecio por la preparación —digamos— filosófica de Krygier, no fue poca la ayuda que de él recibí en cada número, de manera que media hora antes de las reuniones de los jueves, Krygier se adelantaba al resto y ese era el tiempo en que considerábamos temas y problemas inherentes a la publicación de la revista.
Generalmente, se suele pedir consejo, y seguirlo, a gente que sabe más que uno. Y este fue el caso de mi relación intelectual con Alberto. De tal manera que era un hombre que no necesitaba abrir la boca para que se notara su autoridad donde debía ejercerla. Su silencio frente a una actuación o frente a un escrito ya era de por sí elocuente. A ello hay que añadir la humildad, teñida de una discreción que viene a ser la del maestro que mientras más sabe, más trata de ocultarse personalmente detrás de su obra. Alguna vez, en confianza, llegué a preguntarle:
—¿Cómo has podido triunfar en un mundo como en el que te has movido, escondiendo la agresividad del oficio en asunto de cortesía?
—He tenido suerte de rodearme de buena gente.
Cosa que así pudo haber sido, pero tal vez saber elegir es uno de los logros más importantes de un hombre de empresa, y si me apuran un poco, el de cualquier actividad en la que se necesite la colaboración de los demás. Y eso fue también Alberto Krygier: un hombre que supo elegir —elegir es siempre elegir entre contrarios—, y él no solo lo hacía, sino que el éxito residió en su capacidad para ayudar a los demás a elegir sin que el afectado lo notara, de la misma manera que uno lleva el brazo derecho sin sentirlo. Y esto es lo que le convirtió en un hombre de criterio.
Me referí a la huella que fue dejando por donde quiera que pasó: por los centros de estudio en los que fue profesor, dentro y fuera de Venezuela, algo que supuso en sus años de juventud una formación tanto en Cuba, de donde procedía, como su liderazgo en sus tiempos de estudiante universitario, reflejo de su liderazgo en la comunidad israelita de Caracas.
Algunas veces, al tratar de traducir el término tan de moda en el lenguaje alemán actual —el vocablo gelassenheit—, cuya traducción como “serenidad” en español no lo dice todo, he pensado en que tal vez estaría mejor la palabra sofrosine en desuso hoy por su fuerte sabor a griego clásico. Es una palabra que además de hacer un guiño a la sabiduría, quien posee la sofrosine no puede por menos de comunicarla como sabiduría. Cuando aparecieron sus dos obras, Cultura corporativa y La década sin nombre, que recogen la larga labor de Krygier como articulista durante su permanencia en Venezuela, apunté en los dos prólogos que escribí que se trataba de eso: sabiduría comunicable, que convertía, en consecuencia, a su autor en el humanista humano que fue, con los suyos y con quienes tuvimos la fortuna de estar, de una forma o de otra, a su lado.
Pero ya Láquesis una vez más volvió a abrir, este infausto 10 de julio del año que va, los portones de la muerte, para que Alberto Krygier penetrara en la sombra del más allá, donde todo acaece y de lo que nada se sabe, dejando abierto ese terrible interrogante de qué es lo que perdimos con su ausencia.