Leo Yuffa
Corría el año de 1979, específicamente el mes de julio. En esa fecha, días más o días menos conocí al que a la postre se convertiría en un segundo padre para mí. ¿Dónde le conocí? Pues fue en su propia casa. ¿Por qué sucedió? Bueno… la simple razón fue que comenzaba mi noviazgo con su hija, mi actual esposa, Esther.
Me encontraba en el salón de su casa, donde ella me dejó por un instante y subió las escaleras para avisarle que yo había llegado. Desde abajo pude oír que le decía: “Papá, baja que te quiero presentar a mi novio, Leo”, luego ella bajó rápidamente y se sentó a mi lado en las poltronas marrones de aquel pequeño salón.
Alberto se tomó su tiempo para bajar, y lo hizo lenta y pausadamente.Cuando llegó al último escalón pude ver su figura. Se había adornado con una bata dorada, imitación de seda china con puños marrones, que hacían juego irrisoriamente con el color de la tapicería de las poltronas y con el pasamanos de la escalera.
Era llamativo en él sus lentes gruesos para la miopía, la nariz aguileña y las patillas en los laterales de su cara, por demás en desuso y que me recordaron a aquel cómico andaluz llamado “El Chiquito de la Calzada”.
De inmediato me levanté y esperé su próximo movimiento, que no fue acercarse a mí sino, por el contrario, detenerse al pie de la escalera, girar la cabeza erguida hacia su izquierda y mirar a su hija como esperando que nos presentase; y así fue: “Papá, te presento a Leo, mi novio”. Su respuesta no se hizo esperar y simplemente fue “¡Ah, hola!, mucho gusto y bienvenido”. Con la misma, no me quedó más remedio que avanzar al frente, sorteando una mesa de centro enorme tipo fuente que mediaba entre nosotros para no golpearme las rodillas y extenderle la mano con la intención de estrechar la de él. Él, por su parte, no extendió su mano sino que alzó el antebrazo, arqueando los dedos y bajando la muñeca en pose de predicador, como si esperara que se la besase. Eso me produjo risa de nuevo, no sé si eran nervios o extrañeza, pero se la tomé y la apreté entre la mía. Él hizo una mueca de molestia, pero no se quejó por lo duro que se la prendí, diciéndome seguidamente: “Yo conozco mucho a tu papá”.
Fue mi primera experiencia y me llamó poderosamente la atención su acento, que obviamente era de origen español.
Nunca racionalicé, ni me detuve a pensar de dónde era originario su acento, pero también era cierto que era el primer oriundo de Melilla que conocía en mi corta existencia. Yo apenas tenía 17 años.
Años más tarde, específicamente en 1984, hice junto a un gran amigo un viaje mochilero para recorrer Europa, y dirigiéndonos de Madrid a Barcelona, abordamos el tren y comenzamos a buscar una cabina para acomodarnos. Todo estaba copado, por lo que seguimos avanzando. Llegamos a una cabina que hablando seriamente nos gustó en demasía, y allí nos ubicamos, colocamos nuestras mochilas en la repisa y nos sentamos tan despreocupadamente que nos dormimos plácidamente.
Como a las dos horas de camino nos despertó el gendarme del tren y nos solicitó los tiquetes del pasaje; rápidamente los encontramos y se los dimos. Fue inmediata la reclamación que el personaje nos hizo, diciendo que los boletos que teníamos no eran de primera clase, donde nos encontrábamos, a lo cual respondimos que no teníamos conocimiento de ello y que simplemente abordamos, empezamos a caminar, y como estaba vacío el lugar pues nos metimos y nos sentamos, sin remotamente saber que era la primera clase.
¡Uy! De inmediato, aquel señor levantando la voz y casi gritándonos nos dijo: “¡Andaluces! ¡Ese es un cuento andaluz, tenían que ser andaluces para venirme con ese cuento!”.
Claro, el confundía nuestro siseo venezolano con el siseo andaluz. No me quedó más que reírme, no por el comentario del empleado ferroviario sino porque me acordé de aquel personaje que era el papá de Esther, y al cual por tantos años había intentado descifrar. Descifrar sus gustos y pasiones, descifrar el origen de su acento y sus orígenes reales.
De pronto entendía su gusto por el flamenco, por “El Chiquito de la Calzada”, su dejo y cadencia al rezar el Kidush de los viernes, el cantadito especial casi de copla sevillana con el Kidush de Pésaj. Su gusto por la sardina frita con una cerveza, su cuento de los espetos en la playa, su afición oportunista por el Real Madrid, porque el Betis…Pues el Betis estaba en segunda división. En ese momento fue cuando entendí de dónde venía el acento de aquel personaje que yo tanto quería. Caí en cuenta de que mi futuro suegro tenía acento andaluz. Era, pues, ¡un andaluz!
Luego conocí a esa Andalucía que tan solo estaba separada de la comunidad autónoma de Ceuta y Melilla por un charco de agua salada llamado “Mar Mediterráneo”, comprendía la influencia fronteriza de Sevilla con La Giralda y el barrio de Triana, la mezquita-catedral de Córdoba, la Alhambra granadina. Y de pronto recordaba sus cuentos, su Guerra Civil, recordaba a su madre, Estherina, con su piano Pleyel, el reloj de pared, el mantón de Manila y el famoso cuento de que en su cama, supuestamente, había dormido la Reina de Victoria. ¿Quieren algo más andaluz?
Trascurrió el tiempo, me casé con su hija, nació mi hijo y le hizo una canción, vino el chan-chan-chan-chan-chan-chamicurri que terminaba con la mano alzada y apuntando al cielo gritaba “¡abuelote!”, y los cuentos siguieron y siguieron, los cantaditos no faltaron, como tampoco los nietos.Lo escuche cantándoles nanas y coplas para arrullarlos, y también le oí decirles “vamos a bañarte mi niño, porque tienes pelotillas”. Es que siempre salía a relucir aquel ¡andaluz!
Pero ahí no termina el cuento. En el año 2002, justo un año después del atentado de las torres gemelas, tenía que viajar a Nueva York y se me ocurrió la idea de invitar al Viejo para que se viniese conmigo. Se lo conté a mi mujer, quien rápidamente nos buscó pasajes, y con la misma nos fuimos de inmediato a avisarle a “Tata” —el andaluz le había inculcado a sus nietos ese motete—, le dimos la noticia, ¡nos vamos juntos a Nueva York! ¡Uf, más vale que no! El viejo una semana antes ya tenía la maleta preparada. Se iba con su hijo a Nueva York y se lo dijo y se lo contó a todo el mundo, Que su hijo Leo lo había invitado a Nueva York.
Al llegar, en pleno Times Square sintió el aroma de castañas asadas, me pidió comprárselas, y con una caliente entre sus dedos, intentando pelarla, súbitamente, comenzó a contarme sus recuerdos de infancia: el cuento del casimir inglés que llegaba de Málaga, con el que de niño le hicieron sus pantalones cortos; el fusilamiento de su tío en un mes de diciembre; las marchas con la mano firme alzada que le obligaban a realizar de niño; los cantos forzados que se tenía que aprender para arengar a la Falange franquista; sus recuerdos de los legionarios en Melilla; el hecho cierto de que gracias a su miopía se salvó del servicio militar; de su salida de España por el puerto de Málaga.
En esencia, eran sus traumas y recuerdos de infancia, eran cuentos adornados de la vida de un andaluz no originario, eran los cuentos de la guerra y posguerra civil española que definitivamente lo habían marcado.
Pateamos la ciudad, yo adelante y él atrás con su mano en mi hombro sirviéndole de lazarillo por su visión comprometida. Cuatro veces almorzamos en el Café Mogador, sopa de harira y cordero con cuscús, lloramos juntos en la Zona Cero y en el Museo del Holocausto de Battery Park, nos dormimos cabeza a cabeza en South-Ferry después de ver la Estatua de la Libertad, y reímos a carcajadas como niños jugando en F.A.O. Schwartz. Hasta mejoró su visión con los telescopios de la terraza del Empire State. Hurgó los mercadillos del Barrio Chino, y estrenó zapatos Bally comprados en la Quinta Avenida. Yo lo gocé, había estado con él, con un andaluz… suelto en Nueva York.
Al regresar le contó a todos lo que había vivido con su hijo en Nueva York. Muchas veces, tiempo después, le escuché contarle a sus amigos sus experiencias en esa ciudad, pero lo cómico del asunto era su introducción al relato… Les decía: “En una de las múltiples veces que fui a Nueva York”. Yo me reía al escucharlo, y pensaba para mis adentros: “¿De qué te extrañas? ¡Es andaluz!”.
Hoy ya no estás físicamente con nosotros, no volveré a escucharte a escondidas contar tus idas a Nueva York. Pero de lo que no me cabe duda, por lo bueno de tus actos, tu amor a tu familia, tu noble corazón y por tu profunda devoción a Dios, es que tu alma llegó al cielo. Y así mismo pienso, que si el cielo es bonito, a tus ojos se debe parecer a Nueva York, por lo tanto debes estar paseando por la Quinta Avenida y hallaras también un Café Mogador.
Te digo entonces: come tus castañas, no cambies y sé siempre el mismo, “un andaluz suelto en Nueva York”.
Tu hijo Leo