Raquel Markus-Finckler
Con la llegada de Pésaj, las comunidades judías del mundo se han sumergido en los preparativos y ritos propios de esta festividad, también conocida como la Fiesta de la Libertad, la cual celebra la emancipación del pueblo hebreo de la esclavitud en Egipto. Una salida hacia la libertad que fue conducida por Moisés y sus hermanos Aaron y Miriam.
Durante mi trayectoria como periodista y escritora (siempre en formación), he tenido la oportunidad de escuchar a varios maestros y líderes religiosos del pueblo judío, quienes han desglosado distintas facetas de los conceptos de libertad y servidumbre, fundamentadas en la sabiduría de nuestras tradiciones y reflejadas en la Hagadá, el manual detallado que seguiremos durante el Séder (orden) de Pésaj las familias que practicamos las tradiciones que hemos ido heredando de una generación a otra.
Las reflexiones que he estado escuchando, sumadas a mi experiencia personal, me han permitido entender la ambigua naturaleza de la libertad, un concepto tan extenso que resultaría muy temerario de mi parte tratar de resumir en una definición que pueda trasmitir la verdadera magnitud y límites de este concepto.
Lo que sí he llegado a tener claro es que la libertad absoluta se trata de una utopía peligrosa que, si se intenta plasmar en la realidad (y dada la naturaleza intrínseca del ser humano), se convertiría en una distopía desastrosa, de la cual preferiría no formar parte.
Las sociedades civilizadas se apoyan en el estado de derecho para dimensionar y estandarizar la libertad de sus ciudadanos, al menos en lo que respecta a su comportamiento en espacios públicos. Hay leyes internacionales, nacionales, comunitarias y hasta familiares. En cada esfera que promueve la interacción humana, existen reglas que buscan dirigir la conducta y limitar que las personas, las sociedades o los países hagan simplemente «lo que les plazca».
Para el pueblo y el Estado de Israel el concepto de libertad es aún más restringido, pues la atención de una gran cantidad de las ocho mil millones de personas que andan sobre la faz de la Tierra está permanentemente puesta sobre lo que hacemos o decimos las quince millones de personas (un 0,2 por ciento de la población mundial) que formamos actualmente parte de este pueblo.
Lo que es peor, una parte muy notoria y bastante ruidosa de esas ocho mil millones de personas parece no tener mucho más que hacer con su tiempo que vigilar constantemente el comportamiento de los casi siete millones de judíos que habitan al único país judío del mundo, y cuya extensión de Norte a Sur no pasa de 424 kilómetros.
Para gran cantidad de estos opinadores de oficio, sin demasiada formación según se delata en sus discursos, el Estado judío es el único país del mundo que, según ellos aseguran, no tiene derecho a la legítima defensa, derecho a velar por la integridad de sus ciudadanos, derecho a velar por la soberanía de su territorio, derecho a protegerse a sí mismo y a sus ciudadanos (independientemente de su religión, procedencia o grupo étnico), y derecho a responder las agresiones que recibe.
Según lo vociferan estos autoproclamados líderes por medio de distintos medios de comunicación social, redes y plataformas sociales, espacios públicos, recintos educativos y vitrinas políticas (entre otros), Israel no tiene derecho a luchar para tratar de recuperar a los ciento treinta y siete rehenes (ciudadanos israelíes que incluyen niños, mujeres y gente mayor) que están en manos de una de las peores organizaciones terroristas, y que fueron secuestrados en sus propias casas o en medio de un festival de música que celebraba la paz, para ser llevados a territorio enemigo, donde están sometidos a todo tipo de maltratos, vejaciones, torturas y pésimas condiciones de vida. Una parte muy importante de la humanidad se olvidó de estas personas, Israel y el pueblo judío se niegan a hacerlo, y también por eso somos señalados y cuestionados.
Para gran cantidad de opinadores de oficio, sin demasiada formación según se delata en sus discursos, el Estado judío es el único país del mundo que, según ellos aseguran, no tiene derecho a la legítima defensa, derecho a velar por la integridad de sus ciudadanos, derecho a velar por la soberanía de su territorio, derecho a protegerse a sí mismo y a sus ciudadanos (independientemente de su religión, procedencia o grupo étnico), y derecho a responder las agresiones que recibe
Todos los que se atribuyen a sí mismos la aparentemente incuestionable libertad que tienen de juzgar las actuaciones de Israel y las decisiones de sus dirigentes, coartan y limitan la libertad de este país a niveles que resultarían imposibles de admitir a cualquier otro país soberano, cuyo derecho a la existencia no resultara eternamente cuestionado por una considerable cantidad de los países y pueblos que lo rodean.
Lo que me resulta difícil de entender es que estos vociferadores tienen el descaro de exigir tan altos estándares de moral y ética al pueblo que creó el código de comportamiento con el que se rigen y se miden las sociedades occidentales; es decir, los Diez Mandamientos y otras leyes de convivencia entre seres humanos contenidas en textos elaborados por la sabiduría judía a lo largo de más de tres mil años de existencia.
Cuando sus vecinos más cercanos se dedicaban a asesinar, robar, atacar, violar, agredir y humillar a sus semejantes, el pueblo de Israel estaba acogiendo y cumpliendo una serie de mandamientos que impedían este comportamiento atroz hacia otros seres humanos, y que incluso regulaban la experiencia espiritual y la relación entre el hombre y su Creador.
Como heredera de la tradición judía, he decidido depositar mi fe en un Dios único, el mismo que fue adorado por mis antepasados y en el que confío que mis descendientes también creerán. Esta elección de creer en Su presencia y Sus cualidades implica asimismo el compromiso de observar un código de conducta espiritual que hemos ido heredando de una generación a otra los miembros del pueblo hebreo.
La fidelidad a la fe en un solo Dios, y a las instrucciones que se nos dieron como pueblo en las faldas del Monte Sinaí, limitan en gran medida nuestra autonomía espiritual y nuestro comportamiento hacia nuestros semejantes, a los que debemos amar “como a nosotros mismos”. No obstante, es una decisión deliberada que cada uno de nosotros ha debido tomar para vincularse a algo que consideramos mucho más grande y trascendente que nuestra libertad individual, es decir, nuestra fe y nuestra pertenencia al pueblo elegido.
Creer en un solo Dios, creer que Dios nos ha dado un código ético y moral que regula nuestro comportamiento y nuestras relaciones con Él y con los demás, limita de manera significativa la práctica de nuestra libertad; es decir, llevamos milenios practicando el autocontrol, como pueblo, como nación y como Estado
Creer en un solo Dios, creer que Dios nos ha dado un código ético y moral que regula nuestro comportamiento y nuestras relaciones con Él y con los demás, limita de manera significativa la práctica de nuestra libertad; es decir, llevamos milenios practicando el autocontrol, como pueblo, como nación y como Estado.
Así, cabe hacerme la siguiente pregunta: ¿cuándo y cómo los miembros del pueblo judío podremos realmente ejercer la libertad que nos fue otorgada al ser liberados de Egipto?
Para abordar esta cuestión, recurro al pensamiento de Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto, quien nos dejó teorías profundas sobre la naturaleza humana, incluida esta cita significativa que selecciono para finalizar mis reflexiones y estimular la meditación de quienes leen sobre la importancia de estas palabras: «Se le puede quitar todo al ser humano, excepto una cosa: la última de las libertades humanas, la capacidad de elegir su actitud personal frente a las circunstancias para determinar su propio rumbo».
Esta idea fue lo que permitió a Frankl sobrevivir y mantener su cordura en las circunstancias más adversas imaginables, y espero que también sirva en el contexto actual para aquellos de nosotros que, en honor a la Fiesta de la Libertad, deseamos continuar practicando nuestra fe, demostrando nuestra orgullosa pertenencia al pueblo judío, y haciendo visible nuestro amor hacia el Estado de Israel.
En resumen, la libertad es un ideal deseado, pero debe ser considerada con responsabilidad y sensatez. Los límites son necesarios para evitar caer en extremos peligrosos. Como parte del pueblo judío, continuaré luchando por el valor de la libertad, pero tendré siempre presentes los límites, desafíos y responsabilidades que conlleva su ejercicio.