Raquel Markus-Finckler
“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… Yo no sé”
César Vallejo, Los Heraldos Negros
(Foto: The Times of Israel)
A nuestros niños nadie los llora…
Será que tienen la sangre amarilla, como la estrella que portaban en el pecho sus ancestros cuando los alemanes cubrían de rojo las calles de una Europa herida y ciega.
A nuestros niños nadie los llora…
Será que sus cuerpos no laten, no respiran, ni vibran,
que son inmunes a explosivos, balas y cuchillos,
que solo deben saber de muerte y olvido,
que no sueñan, no juegan, no desean…
A nuestros niños nadie los llora…
Los persigue el odio en cada esquina,
en titulares de noticias que no los nombran,
en los gritos que celebran su derrota,
en los dulces que se reparten para celebrar su caída,
en una guerra despiadada en un planeta indiferente a su ADN.
A nuestros niños nadie los llora…
Debemos llorarlos nosotros,
sus dolientes.
Debemos recordarlos nosotros,
sus dolientes.
Debemos enterrarlos nosotros,
sus únicos dolientes.
Una y otra vez los judíos estamos obligados a cargar el peso del mundo entre los huesos.
Una y otra vez somos juzgados y sentenciados, sin abogados ni testigos, por ser considerados los eternos culpables de todos los males.
Una y otra vez somos los chivos expiatorios de la Humanidad. Nos pondrán en altares y sacrificarán nuestros cuerpos. Si pudieran, también inmolarían nuestras almas.
Nuestras carnes siguen ardiendo en las piras en que nos mandaron a morir los jerarcas de la inquisición española.
Nuestras casas son humo tras cada pogromo que arrasó nuestras aldeas, mató a nuestros hombres y violó a nuestras mujeres.
Los cruzados siguen limpiando sus espadas de la sangre judía derramada en su camino “sagrado” hacia la tierra prometida.
Nuestras cenizas siguen cubriendo terrenos inmensos de una Europa que permitió que millones de nosotros fuéramos ahogados en cámaras de gas, para luego ser lanzados por chimeneas que nunca nadie vio. De las que nunca nadie supo hasta que Japón atacó Pearl Harbor.
Ya fuimos expulsados, ahorcados, ahogados, quemados, acuchillados, baleados… ya nos enterraron vivos, nos dejaron morir de hambre y sed, ya nos calumniaron, vejaron, humillaron y quebraron hasta el cansancio.
Ya perdimos todas nuestras riquezas y tuvimos que empezar de cero en otras tierras una y otra vez.
Ya nos quedamos sin hogares, sin familias, sin pasado, sin libros, sin álbumes, sin retratos y sin historias… una y otra vez.
Ya nos han negado mil veces nuestro derecho a la defensa, nuestro derecho a la existencia.
El odio que nos persiguió antes vuelve a perseguirnos ahora. El odio no cambia, lo que cambia es la gente que lo enarbola, las masas que lo usan como estandarte, como manifiesto, como sentencia y como excusa.
Ya no es necesario inventar nuevas razones para ese odio tan viejo, por eso basta con reciclarlas, sacarles el polvo, hacerlas vigentes y convincentes. Que sus consignas le devoren el entendimiento, la razón y la sensatez a los ignorantes que las adoptan como propias.
El pueblo judío sabe muy bien de los estragos del odio humano. Hemos arrastrado su peso durante toda nuestra existencia. Lo supieron mis abuelos, lo saben mis hijos, lo sabrán mis nietos
Los Protocolos de los Sabios de Sión son tan válidos como Mi Lucha, como el edicto de expulsión de los judíos de España, como las leyes raciales de Nuremberg.
Solo es cuestión de volver a sacarles lustre. Sólo es cuestión de volver a repetir esas mentiras tantas veces como sea necesario para convertirlas en verdades innegables. Muy a lo Goebbels.
Somos menos del 0,2 por ciento de la población mundial, y cargamos encima casi el cien por ciento del odio de la Humanidad. Es mucho peso para tan pocas espaldas. Es mucha responsabilidad para tan corto número de almas.
César Vallejo, en su poema Los Heraldos Negros, se quejaba de los golpes tan duros que algunas veces lanza la vida, y comenzaba su poema con el odio de Dios. Me pregunto si alguna vez sintió en su cuerpo y en su alma la fuerza con la que puede golpear el odio del ser humano… Creo que habría cambiado sus versos.
El pueblo judío sabe muy bien de los estragos del odio humano. Hemos arrastrado su peso durante toda nuestra existencia. Lo supieron mis abuelos, lo saben mis hijos, lo sabrán mis nietos.
Las pancartas, las declaraciones, las manifestaciones, las protestas, los panfletos, los graffiti… no llorarán a nuestros niños. No ayer, no hoy, no mañana.
Antes y ahora, después y siempre estamos solos, nos consolaremos solos, nos palmearemos las espaldas a nosotros mismos, enterraremos a nuestros muertos y continuaremos…
Pues no sabemos rendirnos…
No sabemos cómo dejar de caminar y emprender, de buscar y encontrar, de creer y crear, de soñar y rezar, de enseñar y aprender, de cantar y bailar, de caer y volvernos a parar.
No sabemos y no queremos aprender a dejar de ser, a dejar de existir.
Aunque llevemos el peso del mundo entre los huesos.
Aunque entendamos muy bien cómo es el odio del hombre,
Aunque nunca sepamos cómo es el odio de Dios.
¡Am Israel Jai!