En un repugnante cambio con respecto a mi infancia, los jóvenes estadounidenses son hoy los más comprometidos con la venenosa campaña de odio
Zoe Strimpel*
Cuando empezaron las guerras culturales, con frecuencia me irritaban y asombraban quienes insistían en que todo era una provocación de los medios de comunicación de derecha. En todas partes era absolutamente obvio, desde la formación obligatoria de prejuicios inconscientes en el lugar de trabajo hasta las campañas estudiantiles cada vez más intolerantes, pasando por las desquiciadas maniobras llevadas a cabo con cada vez mayor regularidad por los acólitos de Greta Thunberg, que no era “solo” eso.
Aun así, uno podía esconderse y tomarse un descanso. Uno podía irse de viaje a algún lugar alejado de todo, dejar Londres o las ciudades estudiantiles, apagar las noticias, cambiar de tema.
Ese lujo ya no existe. La propagación de las toxinas que unne a tantas ideas malignas está en tal auge, que si la gente sensata y decente antes podía pasar sus vacaciones formalmente en una isla de cordura, ahora tiene un trozo de arena cada vez más pequeño en el que refugiarse.
Este es especialmente el caso de los judíos, para quienes la terrible experiencia posterior al 7 de octubre ha continuado y continuado. Y continúa. Para nosotros casi no queda arena seca: ni en el Reino Unido, ni en Europa, y especialmente no en Estados Unidos, el lugar donde crecí y que consideraba un respiro de la bilis antiisraelí y el odio antijudío islamista tan comunes desde hace mucho tiempo al otro lado del charco.
Sabíamos, tan pronto como se supo la noticia del intento de segundo Holocausto de Hamás en Israel, que Israel sería culpado, tarde o temprano. Fue temprano. Y no fue solo la turba, aunque ha hecho su parte por decenas de miles en las calles británicas. Fueron también los grandes y los buenos: los gobiernos desde Biden hasta Macron; veteranos y galardonados corresponsales de guerra, expertos de gran prestigio y estadistas de primer nivel.
Una pose “propalestina” de moda, durante el acto de graduación de la Universidad de Michigan la primavera pasada
(Foto: Detroit News)
Pero ¿creímos que esto continuaría y continuaría, extendiéndose y extendiéndose, a través de la cultura alta y baja? Teníamos nuestras sospechas, pero aun así esperábamos. Esperábamos que la marea cambiara. Esperábamos que la bilis antiisraelí, que hierve cada vez que Israel se ve obligado a llevar a cabo una campaña militar contra los ejércitos terroristas palestinos, se apagara, no se encendiera. Pero se encendió más y más.
En un repugnante cambio con respecto a mis años de infancia, hoy son los jóvenes estadounidenses los más comprometidos con la venenosa campaña de odio a Israel. Después de una pausa durante las vacaciones de verano, las viles protestas sobre Gaza en los campus han comenzado de nuevo, incluso más decididas y ambiciosas.
La semana pasada, en la Universidad de Michigan, la policía fue atacada cuando llegó para disolver las protestas; cuatro personas fueron arrestadas. Pero se trata de algo más profundo: el gobierno estudiantil de la universidad ganó con una candidatura antiisraelí, y afirma que no distribuirá su presupuesto anual de 1,3 millones de dólares a menos que la universidad desinvierta en Israel. Es decir, no habrá frisbee ni rugby, porque el Estado judío persiste en negarse a ser aniquilado.
O tomemos como ejemplo la librería de Brooklyn que en el último minuto se negó a albergar un evento entre el escritor judío Joshua Leifer (un crítico de Israel) y un rabino “sionista” llamado Andy Bachman. “Todavía estoy pensando en lo que significa que en una ciudad tan judía como Nueva York, en un barrio tan judío como Brooklyn y en una librería, lugar que es una piedra de toque de la cultura para los judíos, una charla entre dos judíos pueda ser cancelada porque uno de ellos —¡este servidor! — es sionista”, escribió Bachman.
Se hace que cosas que no deberían tener nada que ver con el Estado judío tengan todo que ver con él. Así es como funcionan el fanatismo y la obsesión
En efecto. Este es el clima. Justo cuando uno piensa que las cosas no pueden empeorar o volverse más perversas, lo hacen. La vehemencia del sentimiento antiisraelí y la crudeza del antisemitismo que genera están ahora así de difundidos.
Hace algunos fines de semana, los manifestantes antiisraelíes increparon a los espectadores, en su mayoría judíos, de El violinista sobre el tejado que tomaban café antes de la función en el teatro al aire libre de Regent’s Park. Hace cuatro meses escribí un artículo desenfadado sobre Bridgerton, de Netflix, y sobre la improbabilidad de que la chica obesa (interpretada por la rechoncha actriz Nicola Coughlan) se ganara el corazón del aristocrático Colin. El aluvión de insultos que sigo recibiendo de parte de trastornados activistas por los derechos de las personas obesas con demasiado tiempo libre está impregnado de su adoración por el activismo trans de Santa Nicola y, en especial, por su recaudación de fondos para Gaza. De hecho, los insultos se han convertido tanto en una cuestión sobre mi postura proisraelí como por mi osadía de describir a una celebridad orgullosa y claramente obesa como obesa.
¿Cuál es mi punto?
Solo este: que se hace que cosas que no deberían tener nada que ver con el Estado judío tengan todo que ver con él. Así es como funcionan el fanatismo y la obsesión.
¿Qué significa realmente todo esto? La extraordinaria presión que está ejerciendo el lobby antiisraelí en Occidente ya ha dado como resultado el nombramiento de personas de alto nivel en los gobiernos del Reino Unido y de Estados Unidos dispuestas a vender o respaldar mentiras sobre Israel y, por lo tanto, a frenar la asistencia y el apoyo al mismo para apaciguar a sus electores.
La extraordinaria presión que está ejerciendo el lobby antiisraelí en Occidente ya ha dado como resultado el nombramiento de personas de alto nivel en los gobiernos del Reino Unido y de Estados Unidos dispuestas a vender o respaldar mentiras sobre Israel y, por lo tanto, a frenar la asistencia y el apoyo al mismo para apaciguar a sus electores
Sin embargo, Israel encontrará una manera de abrirse paso y el calor geopolítico ya se está alejando de Gaza. De hecho, mientras Israel está finalizando las cosas militarmente en el enclave dirigido por Hamás, aplicando la máxima presión para recuperar a los rehenes, la atención se está centrando cada vez más en Irán y sus representantes en Líbano, Yemen, Siria e Iraq.
Pero para las plañideras de Occidente, y en particular para la Generación Z en todo el espectro político —desde los progresistas hasta la extrema derecha—, nada de esto está sucediendo. Israel es un mal que se empeñan cada vez más en destruir de cualquier forma posible. Cantan “globalizar la intifada” y participan en una “intifada electrónica”: intimidan, amenazan y acosan a los partidarios de Israel mediante enormes campañas en línea.
Para quienes no tenemos poder político ni palancas que mover, esto significa que nos tenemos que adaptar a la vida con una impactante secuencia de malignidad y acoso que se vuelve más descarada y diversa cada día.
¿El resultado? Atrincherados en el trozo de arena que nos queda, el apoyo a Israel de judíos como yo no hace más que crecer.
*Periodista, historiadora y escritora.
Fuente: The Telegraph.
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.