Paulina Gamus
N o estuve presente, y lo lamento, en la celebración de los 70 años de nuestro colegio comunitario, ese que empezó siendo Moral y Luces “Herzl-Bialik” y ahora es Hebraica-Moral y Luces. No sé por consiguiente si alguien contó la historia del colegio desde hace 70 años. Desde hace unos 75 para ser más precisa, desde que unos irrepetibles líderes de la incipiente comunidad asquenazí de Caracas se convencieron de que la única manera de perpetuar el Judaísmo era mediante la educación.
Desde los años 30 del siglo XIX hubo una próspera comunidad judía sefardí en Coro, estado Falcón. Sus integrantes habían llegado desde Curazao, crearon una sala de oraciones y se ocuparon de tener un cementerio, pero jamás una escuela. Y así esa comunidad, que legó ilustres apellidos y joyas culturales a la sociedad venezolana, se diluyó mediante la asimilación. En las dos últimas décadas de ese mismo siglo comenzaron a llegar, a distintas ciudades de Venezuela, judíos sefardíes provenientes en su mayoría del Marruecos español. Inmediatamente se ocuparon de tener un cementerio y de construir una sinagoga, pero tampoco una escuela. La mayoría de los apellidos de esa primera comunidad ya no son judíos.
Una gran parte de los niños judíos asquenazíes y sefardíes estudiábamos la Primaria en la Escuela Experimental Venezuela, la mejor escuela pública de todos los tiempos en la historia patria. Al pasar a 5º grado, en 1946, ya no estaban en mi curso ni Mireya Shamis ni Lily Broitman (Cusher) ni Belén Rosenberg (Lapscher) y otros nombres que escapan a mi memoria. Se habían mudado al recién inaugurado colegio judío de Caracas. No imaginaba en ese momento que tres años después comenzaría mi primer año de bachillerato en la vieja casona de San Bernardino, donde después estuvo (¿o está?) una agencia de festejos. El director era David Gross (Z’L). Los profesores estupendos, algunos españoles republicanos exiliados como Felipe Cabezas y Domingo Casanova; dos judías alemanas, María Tengler y Federica Ritter, que habían escapado del nazismo para ser nuestras incomparables profesoras de inglés, francés y latín. Y los profesores adecos: José Manuel Siso Martínez, Reinaldo Leandro Mora, Mario Torrealba Lossi, Manuel Felipe Ledezma, José Rafael Cortesía, Modesto Tottesaut, y otros, vetados por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez para dictar clases en liceos oficiales. Gracias al director de Primaria, Luis José Bellorín, militante de AD, nuestro colegio fue el refugio de verdaderos maestros que no se limitaron a enseñar sus materias sino que nos iniciaron también en el amor a la democracia.
Para un número tan reducido no era rentable abrir los tres quintos años que establecía la Ley de Educación de entonces, por consiguiente mi curso, el de mi hermano Rafael (Z’L) dos años después, y el de mi hermana Esther a los cuatro años, no figuran en la nómina de promociones del colegio, ya que no pudimos graduarnos de bachilleres en el mismo.
Apenas entré al colegio armé una revolución: negarme a recibir clases de idish porque yo no era asquenazí, craso error del que jamás terminaré de arrepentirme. Pero en cambio cantaba —en todas las festividades— las hermosas y con frecuencia tristes canciones en esa lengua; me las enseñaba con fonética la profesora Hela Schlesinger. En cada ocasión me asaltaba el miedo escénico, y el Dr. Gross debía empujarme al centro del escenario; cantaba y veía que algunas señoras lloraban. Aún quiero creer que era por la letra de las canciones y no por mi voz. Los otros cantantes solistas eran Judith Glijanski (Cooper), Lolita Aniyar (Z’L), Alicia Freilich, Celina Wiesenfeld (Bentata) y Marcko Glijenschi.
Cuando cursaba el cuarto año se hicieron por primera vez elecciones del Centro de Estudiantes. Nuestro candidato, de la plancha 2, era mi primo Marcos Lucy Gamus (Z’L), y el de la plancha 1, Marcko Glijenschi, de tercer año. Teníamos hasta un jingle que yo cantaba, acompañada al cuatro por nuestro compañero Ezequiel Bellorín. Marcko ganó por un voto, y todos supimos que había sido el de nuestro muy querido amigo de siempre, René Bleiberg (Z’L), cuyos padres, dueños de la cantina del colegio, amenazaron con castigarlo si no votaba por el muchacho “que hablaba idish tan bonito”, nuestro también muy querido amigo Marcko.
Pasaron años, décadas, y cada vez que coincidíamos con René Bleiberg, destacado arquitecto, nuestro saludo de entrada era: “Por tu culpa perdimos las elecciones”. Como podrá observarse, no siempre el voto secreto fue secreto.
El colegio nuevo, que soñábamos con tener algún día, lo estrenamos al fin en ese último año de estudios. La despedida de nuestros compañeros fue triste y en algunos casos definitiva, ya que tomamos caminos distintos en liceos o colegios diferentes para terminar en ellos el bachillerato. Pero estoy segura de que nuestro colegio permaneció por siempre en el corazón de los que ya no están, y sigue en el de quienes aún vivimos y hemos tenido la suerte de ver crecer y formarse un gran colegio. ¡Grande! Más allá del número de alumnos.
Estos recuerdos no estarían completos sin mencionar los nombres de Natalio Glijanski, León Wiesenfeld, Moisés Zisman, Velvel Zighelboim, José Lerner (sé que hay otros que olvido y lamento no hacerles justicia), quienes se empeñaron cada día de sus vidas en este país en que no hubiese un solo niño judío sin acceso al que sería y seguirá siendo un colegio ejemplar; único en su cometido de integrar a niños de distintos orígenes y condiciones económicas, y darles una educación de primerísima calidad. Tampoco podría concluir sin agradecer a los hermanos Gonzalo y John Benaim Pinto (ambos Z’L), por haber promovido la fusión de las dos kehilot en el área educativa, y haber donado los terrenos donde hoy florece y florecerá siempre nuestro colegio.
1 Comment
Hola!
Estoy buscando información sobre una «Belén Rosenberg» quien era músico en Venezuela alrededor de los años 50.
En este artículo mencionas a Belén Rosenberg. Será la misma? Hay manera de contactar a la familia?
Muchismas gracias!
Mark Brown