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Miguel Truzman*
E l 24 de octubre de 1945, a meses de haber finalizado la conflagración mundial más atroz de la historia de la humanidad, que costó la vida de más de sesenta millones de personas e incluyó el evento más dantesco, amoral e inimaginable para la raza humana –la Shoá u Holocausto judío–, se creó una organización cuya finalidad era armonizar los esfuerzos de las naciones por alcanzar objetivos fundamentales como la paz y seguridad internacionales, cooperación y amistad, y dirimir cualquier conflicto que no pudieran resolver los países involucrados.
Entre las diversas situaciones que tenía que afrontar ese organismo al que, en la Conferencia de San Francisco, los cincuenta países signatarios denominaron Organización de las Naciones Unidas, se contaba el conflicto entre árabes y judíos en Palestina. Prácticamente en el primer período extraordinario de sesiones de la ONU, en abril de 1947, se creó una comisión especial compuesta por once países para estudiar la situación y plantear un proyecto de resolución a la Asamblea General.
Esta comisión debatió intensamente el tema durante más de tres meses y, en el segundo período ordinario de sesiones, el 29 de noviembre de 1947 se aprobó la Resolución 181 con 33 votos a favor, 13 en contra, 10 abstenciones y un país que no se presentó.
Es importante destacar que el bloque más importante dentro de la ONU era el latinoamericano, conformado por 20 países de los cuales 13 –incluyendo a Venezuela– votaron a favor, mientras 6 se abstuvieron y solo Cuba votó en contra.
Lo que hizo la Resolución 181 fue materializar una intención previa del movimiento sionista mundial, muy anterior a las dos guerras mundiales, que recogía el anhelo del pueblo judío disperso por el mundo de reencontrarse en la tierra de sus antepasados, comenzando desde el rey David y pasando por la construcción por parte de su hijo Salomón del Primer Templo de Jerusalén, que contenía el Arca de la Alianza entre el Eterno y el pueblo de Israel.
Esta resolución contemplaba la creación de dos Estados, uno judío y otro árabe, el establecimiento de las ciudades de Yafo como enclave árabe dentro del territorio judío y de Jerusalén bajo administración de la ONU como ciudad internacional.
Si bien es cierto que el porcentaje de territorio que se otorgó a los judíos era de 52%, más de la mitad se constituía del desierto del Néguev y otro porcentaje de áreas pantanosas de difícil utilización. A esto deben sumarse otros detalles, como el tratamiento de la inmigración de los judíos de Europa y los límites territoriales del proyecto de Estado judío. Con todo y eso, los representantes judíos aceptaron la resolución.
Lamentablemente, la Liga Árabe, ya que no existía una delegación palestina (que se crearía mucho después, en 1964, con la Organización para la Liberación de Palestina), rechazó categóricamente la resolución y amenazó con destruir al naciente Estado judío si este declarase su independencia.
¿Cuánto dolor, sufrimiento y muerte se habrían evitado si los pueblos árabes se hubiesen atenido a esa decisión, que aprobó la mayoría y obtuvo respaldo universal de los países tanto de Occidente como del bloque del Este?
Setenta años después seguimos a la espera de una solución, que debe pasar inexorablemente por el reconocimiento en el mundo árabe de la existencia de un Estado judío en el Medio Oriente, donde cultivó sus raíces hace más de tres mil años.
*Vicepresidente de la CAIV