Salomón Russo Mizrahi
El título de mi artículo se refiere a dos fechas con marcas imborrables para mí.
La primera, vivida por toda la ciudad de Caracas un sábado de 1967. Me encontraba junto a mis amigos de sexto grado en casa de una compañera en Prados del Este, celebrando nuestra graduación de Primaria con una linda miniteca. Recuerdo perfectamente que estaba bailando, cuando de repente hasta la rocola empezó a “bailar” también. Al principio se sentía hasta jocoso, pero cuando la rocola no paraba (segundos interminables), nosotros, chamos inocentes al fin, y solo pensando en lo bien que la estábamos pasando, nos percatamos de que algo muy malo estaba sucediendo.
Nuestros padres fueron a recogernos en bandada. Había alarma general en la ciudad. Era el terrible terremoto de Caracas del 29 de julio de 1967. Recuerdo que pasamos tres días durmiendo en el carro, hasta cerciorarnos de que el peligro había pasado. ¡Cómo marcó la vida del caraqueño ese espantoso día!
La segunda experiencia fue totalmente personal. Era el 29 de julio de 1971. Yo llegaba a mi casa, contento de haber finalizado el último examen de cuarto año de bachillerato, listo para celebrar el fin exitoso de otro año escolar. Desafortunadamente no fue así. Al entrar en mi casa me encuentro con la señora de servicio, quien era como parte de mi familia, pasando la pulidora y llorando incesantemente. Me dijo: “Tu papá tuvo un accidente y tu mamá se fue a verlo al hospital”.
El accidente ocurrió en la Carretera Panamericana, por los Teques, y después de mucho pedir auxilio, el muchacho que trabajaba con mi papá logró que lo llevaran al hospital de la zona, el cual tenía muy limitados recursos.
Sin ir a tantos detalles que harían interminable mi narración, mi papá estaba moribundo y le daban seis horas de vida. Cuando mis tíos me llevaron a Los Teques esa noche y vi a mi papá, lo único que alcanzó a decirme fue “¿Cómo saliste en el examen?”.
De allí en adelante empezó a ocurrir una serie de milagros. Lo trasladaron a Caracas, con riesgo de que no aguantara el camino. En la Clínica Méndez Gimón lo operaron dos veces. Le cambiaron el nombre como último recurso, ya que los médicos decían que estaba clínicamente muerto. Lo trasladaron a la Terapia Intensiva del Hospital Clínico Universitario, y de ahí en adelante cada hora que pasaba era un logro.
Gracias a Dios bendito, mi papá sobrevivió y lo tenemos junto a nosotros, que sea por muchos años más, B’H.
Esos fueron los dos 29 de julio imborrables en mi memoria.
Hoy escribo mis experiencias con felicidad y suma fe. Como mi papá me enseñó (entre tantas otras cosas), Yeshuat Hashem ke’erev áyin: “La salvación de Dios ocurre en un abrir y cerrar de ojos”.