Luis Sergio Grynwald, ex presidente de AMIA
Mi conexión con la AMIA la tengo desde el día de mi nacimiento. Mi padre pidió un préstamo para la compra de rollos de tela, cerró un trato de palabra en el que se comprometía a devolver los pesos que le dieron, por supuesto que lo hizo en tiempo y forma. Un trato de palabra… La mutual ayudaba a las familias para que pudieran mejorar su situación de vida.
Estuve a 80 metros de Pasteur 633 el 18 de Julio de 1994 a las 09:53 hs. Me salvé porque se demoró la máquina del café de la mañana, porque el mozo de la esquina trajo más tarde mi vuelto y porque el proveedor al que le llevé un cheque me relató un problema personal al que escuché con poca atención.
Y sentí la explosión…
En mi fuero íntimo, en lo más inconsciente sabía que había muerto una parte de mí. El atentado a la embajada de Israel estaba muy fresco e impune, sin justicia. Tenía sequedad en la boca, angustia en el alma y una tristeza que no se fue todavía.
La AMIA ya era escombros. Mi ser entero lloraba y ni siquiera conocíamos ni sabíamos lo que tendríamos que hacer.
Pasé tres días sin volver a mi casa, sin dormir. Con Alberto Crupnicoff como presidente, yo como tesorero y muchas personas más, pasamos de una labor de 4 horas diarias a full-life. Teníamos que resolver una situación de emergencia de vida o muerte comunitaria.
Había desaparecido el sector de sepelios, los papeles por cobrar no existían más, ya no había libros contables…
El atentado terrorista más grande de la historia argentina nos tiró por un precipicio en el que primaba la inestabilidad, la incertidumbre y la inseguridad constante. Nos enfrentamos a un monstruo gigantesco con nuestras escasas fuerzas. Dolidos y golpeados. Recordé a mis padres como sobrevivientes de la Shoá muchas más veces de las que hubiera querido. ¡Cuánta injusticia, por favor!
Teníamos que seguir adelante, no nos quedó otra, la exigencia de los familiares de los asesinados. Los entierros, la búsqueda de sobrevivientes entre las piedras… Afrontamos desafíos para los que nadie podía estar preparado. El 19 de julio debían abrir los colegios. ¿Abrirían? ¿Podría haber atentados continuados? Habíamos tenido dos en tres años. ¿Teníamos que someternos a la violencia terrorista una vez cada tanto? ¿Cómo nos manejaríamos con los gobiernos nacionales? ¿Qué exigiríamos?
Pasamos de dirigentes comunitarios de mínima exposición a los flashes de los canales más importantes o la participación en foros políticos internacionales.
En ese momento nos concentramos en las urgencias. Día a día nos ocupábamos de resolver de la mejor manera, aprendíamos por necesidad. Perdimos amigos con la bomba, no vimos a nuestras familias como lo hacíamos por años, nuestros trabajos pasaron a ser labores secundarias.
Desde ese día nos acostumbramos a las amenazas, los pilotes que cubren nuestras instituciones, las estupideces de los dirigentes antijudíos de turno… Fuimos víctimas, atacadas. Otra vez.
Que la causa del atentado a la AMIA vuelva a ser portada de los diarios, y no por un anuncio de justicia, es algo que me llena de bronca y angustia. Ese mismo sentimiento que hace 26 años sentimos todos aquellos que estuvimos ahí, que vimos el edificio en ruinas, que buscamos a las víctimas y que sufrimos la muerte de cada una de esas 85 personas sin entender las razones de esta barbarie.
Es inadmisible que aún hoy, dirigentes se apropien de esta causa como una herramienta de prensa o posicionamiento político. El atentado a la AMIA es una herida abierta, no solo para nuestra comunidad sino para todos los argentinos, y como tal debe ser abordada con el respeto y la seriedad que merece.
Los pilotes que rodean nuestras instituciones son un claro símbolo de impunidad e inseguridad. Son la imagen viva de años sin respuestas, de angustia, lágrimas y broncas que hoy nos estigmatizan. Hemos leído en estos años “grandes” títulos, frases hechas y opiniones sin sustento; sin embargo, se mantiene vigente un secreto a voces: la corrupción que ha minado esta causa desde sus comienzos, los posibles encubrimientos que hubo durante la presidencia de Carlos Menem, y las conexiones locales que permitieron que un atentado de estas características ocurriera en nuestro país, esto es lo que está siendo investigado y debe ser juzgado.
Años después presidí la institución. Lloré en la asunción, recordando a mi padre. Derramé parte de las lágrimas que no pude en julio de 1994. Como en toda gestión, hubo aciertos y errores, coseché amores y algunos odios. No es fácil, créanme. No es fácil.
En 2006, como presidente de AMIA, reclamé en mi discurso del 18 de julio –frente al presidente Néstor Kirchner y a Cristina Fernández de Kirchner– la ruptura de las relaciones con Irán. Sostuve y sostengo que no podemos confiar en un gobierno que niega la existencia de la Shoá; que amenaza a nuestro pueblo y que promueve el terrorismo internacional. Seguimos reclamando verdad y justicia, queremos medidas concretas y que todos los acusados sean juzgados como corresponde, por las 85 víctimas, por sus familias y por todos los argentinos, judíos o no judíos, que vimos desvanecerse la tranquilidad y seguridad ciudadana frente a un hecho de horror perpetrado contra nuestro país, contra nuestra gente.
Pasaron 26 años del atentado. Una vida. No hay tiempo que cure el daño provocado por un atentado terrorista, la sensación de injusticia constante, la necesidad de racionalizar las palabras más oscuras, la mesura que debe primar como dirigente, el desconsuelo de tener que explicar una, otra y otra vez lo que implica semejante acto de violencia, la congoja de cada aniversario, la angustia que no cesa…
No soy de quienes hablan por hablar, no trabajo de opinólogo, me diferencio de muchos de los que hoy se llenan la boca opinando sobre este tema, y que hasta ahora habían mantenido el más insultante y doloroso de los silencios sin reclamar el avance de la causa.
Trabajé de modo incansable por la institución simbólicamente más representativa de la comunidad judía, y continúo intentando dar lo mejor a cada paso.
Soy un hijo de la AMIA, moriré conectado con ella.
Fuente: VisÁVis.